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CAPÍTULO 52.LAS CORTES APRUEBAN LA CONDUCTA DEL GOBIERNO
FRENTE A LA REVOLUCIÓN
Al despertar el vecindario madrileño en la mañana del día 7,
después de una noche alterada por el estruendo de explosiones y disparos como
de cien combates, se enteró del desastroso final de la rebeldía de Cataluña.
Las radios y la prensa matutina divulgaban con alegría la buena nueva. El
movimiento secesionista había sido aplastado. «¡Viva España!», gritaba A B C en
una titular con letras como puños. «El Ejército clava la bandera española en la
Generalidad», rezaba un epígrafe de El Debate, a toda plana. La fisonomía de la
ciudad y el semblante de las gentes tenían un aire gozoso, como si hubiesen
salido de una atmósfera asfixiante. No se había acabado la revolución; pero era
positivo que había comenzado su declive.
El presidente del Consejo y los ministros se reunieron, ya
avanzada la mañana, en el ministerio de la Gobernación. El ministro de la
Guerra mostraba el telegrama con la noticia de la capitulación de la
Generalidad. Decía así: «General jefe de la Cuarta División a ministro de la
Guerra: Este momento, seis horas treinta minutos, presidente de la Generalidad
solicita cese hostilidades, entregándose incondicionalmente mi autoridad. Yo me
complazco comunicarlo V. E. conocimiento y satisfacción, haciendo presente
brillante comportamiento todas fuerzas mis órdenes, si bien a costa de
sensibles bajas que comunicaré oportunamente.»
El Ministerio era un hervidero de gentes: acudían amigos de
los ministros, comisiones de los partidos y espontáneos entusiasmados, a
felicitar, a ofrecerse, a transmitir lo que habían oído, a aconsejar lo que
debía de hacerse. Los ministros se encerraron para cambiar impresiones; porque
si los informes de Barcelona eran satisfactorios, en cambio los de Asturias
sobrecogían por dramáticos. En este momento ascendió hasta la estancia donde
deliberaba el Gobierno un rumor de aplausos y vítores, en la Puerta del Sol.
Eran los falangistas que por primera vez se manifestaban clamorosamente en la
vía pública. Para los días del 4 al 7 de octubre estaba convocado en Madrid el
primer Consejo Nacional de la Falange Española. Presidía José Antonio con la
Junta de Mandos. En la convocatoria se enumeraban los temas propuestos a la
deliberación del Consejo: aprobación de los estatutos definitivos de Falange
Española de las J. O. N. S.; elección de Jefe o de una Junta de Mandos;
determinación de principios políticos concernientes a los problemas
nacionalistas, lucha de clases, problemas agrario, religioso, internacional,
militar y pedagógico; organización.
La asamblea se celebraba en el domicilio social de la calle
del Marqués de Riscal, 16, en un salón desnudo y frío, con una mesa de pino y
una sillas por todo mobiliario, y por adorno una bandera rojinegra extendida
sobre el muro frontal, que ostentaba en oro los nombres de los caídos. Después
de un breve saludo de José Antonio, se reunieron las ponencias, y, entre ellas,
la designada para definir la política de la Falange, que, a juicio de Primo de
Rivera, debía basarse en el postulado fundamental de admitir la patria como
unidad de destino en lo universal. Se impuso esta tesis frente a la de Ledesma
y Jiménez Caballero, partidarios de considerar a España como nación constituida
por varios pueblos que a lo largo de la Historia se unieron voluntariamente para
empresas comunes.
Por la noche del día 4, como las noticias acentuaran la
impresión de que el estallido revolucionario, por su potencia, pudiera
significar un grave peligro para España, José Antonio fue al Ministerio de la
Gobernación para ofrecer al Gobierno el apoyo de la Falange, a condición de que
sus afiliados fuesen armados y mandados por sus jefes, a las órdenes de la
autoridad competente. El ministro agradeció el ofrecimiento; pero no lo
consideró necesario.
Prosiguió el Consejo, el día 5, sus deliberaciones y se
planteó el tema más arduo y espinoso: el de la jefatura del partido, que iba a
recrudecer la pugna que más dividía y enconaba a jonsistas y falangistas,
partidarios, los primeros, del triunvirato, y decididos los otros a elegir un
jefe único. La lucha fue reñida. Por diecisiete votos contra dieciséis, se
acordó la jefatura única. La polémica continuó muy viva cuando en la sesión de
la tarde se trató de elegir jefe nacional. «Sánchez Mazas se apresuró a hacer
la propuesta en favor de José Antonio, que suscitó el entusiasmo general.
Ledesma Ramos se levantó y, mostrando una nobleza generosa, se asoció a la
propuesta, reconociendo que el más indicado de todos para puesto de tal
responsabilidad era José Antonio. Como era natural, José Antonio aceptó. Todos
los consejeros, con el brazo extendido, le juramos por jefe».
Al día siguiente (6 de octubre) el Consejo ratificó como
bandera del Movimiento la rojinegra de las J. O. N. S. y como emblema el del
yugo y las flechas. Aceptó los gritos y consignas: «España, una, grande y
libre», «Por la patria, el pan y la justicia» y «¡Arriba España!». José Antonio
se opuso a todo grito de exaltación personalista. La elección del color para la
camisa falangista originó una prolija discusión entre los partidarios del
negro, del mahón oscuro o del gris; discusión que zanjó José Antonio: «He
decidido —dijo— que nuestra camisa sea azul mahón.»
El consejero Francisco Bravo había propuesto, en la mañana
del día 6, que la Falange saliera a la calle en manifestación «para demostrar a
las gentes y al Gobierno la existencia de una fuerza activa y decidida que
estaba en contra de todo lo que de separatista y marxista había en la
subversión». La idea parecía irrealizable, máxime una vez proclamado el estado
de guerra, que prohibía la formación de grupos. Sin embargo, José Antonio,
después de oír argumentos en pro y en contra, acabó por aceptarla. Salieron los
enlaces con la orden a los escuadristas para que acudieran al domicilio social
a las doce de la mañana del día 7. Primo de Rivera estaba allí, con otros
consejeros, y lucían, por primera vez, la camisa azul. Los madrileños habían
vivido una noche de pesadilla, pegados a las radios; pero al fin resplandeció
el sol del triunfo con el aplastamiento fulminante del brote separatista
catalán. Regía, según se ha dicho, el estado de guerra, y José Antonio estimó
pertinente solicitar del ministro de la Gobernación permiso para la
manifestación, y el ministro, sin autorizarla, prometió que, si se organizaba,
los agentes de la autoridad no la impedirían.
A las doce en punto se puso en marcha. La componían en su
iniciación unas trescientas personas, y al frente de ellas iban José Antonio,
Ledesma Ramos, Ruiz de Alda, Fernández Cuesta, el coronel Ricardo Rada, Garcés,
Alfaro y Valdés. A modo de guión, un cartel con esta inscripción: «¡Viva la
unidad de España!», y una bandera nacional. En el paseo de Recoletos y luego en
la calle de Alcalá la fuerza pública intentó contener a los manifestantes; pero
bastaron unas explicaciones para resolver la dificultad. Al llegar a la Puerta
del Sol los grupos iniciales se habían transformado en una muchedumbre
enardecida que vitoreaba a España y saludaba brazo en alto.
El clamor penetró en la estancia donde deliberaban los
ministros. «¡Son los fascistas!», dijo alguien. Los manifestantes, estacionados
ante el Ministerio, alternaban aplausos y vítores. José Antonio, encaramado en
el andamio de unas obras del Metro, pronunció estas palabras: «¡Gobierno de
España! En un 7 de octubre se ganó la batalla de Lepanto, que aseguró la unidad
de Europa; en este otro 7 de octubre nos habéis devuelto la unidad de España.
¿Qué importa el estado de guerra? Nosotros, primero un grupo de muchachos, y
luego esta muchedumbre que veis, teníamos que venir, aunque nos ametrallaran, a
daros las gracias. ¡Viva España! ¡Viva la unidad nacional!»
Insistió el público en sus gritos, con la esperanza de que
Lerroux o algún ministro agradecieran el homenaje popular. «La muchedumbre que
oyó a Primo de Rivera —refiere Lerroux— pidió a voces que me asomase yo al
balcón a saludarla. Algunos amigos, demasiado impresionables, me instaron
vivamente a complacer la petición. Me negué, reiterada y terminantemente. Me
parecía imposible que mis amigos no comprendiesen lo delicado de mi posición en
aquel momento». Se avino, en cambio, el jefe del Gobierno a recibir a José
Antonio, que le ofreció «el concurso de sus amigos» y le pidió «armas cortas
para servir la causa del orden, limpiando a Madrid de los «pacos» que
asesinaban a mansalva». Pero entendía Lerroux que «no podía ni debía entregar
las armas ni las funciones del Estado para defender la ley y el orden público a
quienes no dependían del Estado mismo ni estaban sujetos a las disciplinas de
los institutos armados».
La revolución había sufrido un fuerte revés, pero no estaba
vencida. Ya hemos dicho, al relatar en uno de los anteriores capítulos los
sucesos de Madrid, la asistencia ciudadana que tuvo el Gobierno. Desde el día 7
el movimiento huelguístico en la capital española fue perdiendo fuerza.
Únicamente quedaban los rescoldos. El día 9 Madrid recuperó su actividad
comercial y su aspecto normal: los huelguistas, convencidos de su fracaso,
volvían al trabajo; empleados de tranvías y ferroviarios solicitaban el reingreso.
El día 12 reanudaban la labor los obreros de Artes Gráficas, que eran los más
recalcitrantes.
Quedaban todavía desmandados algunos pistoleros que se
resistían a aceptar la realidad y dispuestos a proseguir los atentados contra
los guardias de Asalto y civiles o contra los trabajadores que volvían a sus
puestos: cuatro tranviarios resultaron heridos cuando se disponían a entrar en
las cocheras de Magallanes y un obrero municipal de la Limpieza fue asesinado
en el paseo de Extremadura. Eran los últimos coletazos.
El movimiento estaba descoyuntado y a la Cárcel y a la
Dirección de Seguridad llegaban detenidos centenares de afiliados a los
partidos socialista y comunista; entre ellos, muchos dirigentes de
organizaciones obreras; el presidente y secretario de la Federación de
Juventudes Socialistas, Carlos Hernández Zancajo y Santiago Carrillo; los
diputados Jiménez Asúa, Enrique de Francisco —jefe de la minoría parlamentaria
socialista —, el diputado Luis Rufilancha y el pintor Luis Quintanilla, en cuya
casa funcionó uno de los Comités revolucionarios.
* * *
La apertura del Parlamento, fijada para el día 9, había
despertado emoción y extraordinario interés. La fuerza pública se encargó, con
un derroche de precauciones, de acrecentar la curiosidad de la gente. No
acudieron a la sesión los socialistas, ni los diputados republicanos de los
partidos que habían roto su relación con las instituciones. Excusaron su
asistencia los amigos de Martínez Barrios, «por considerar inoportuna la
crítica del proceso de la crisis con el inevitable enjuiciamiento de la
situación dolorosa que atraviesan España y la República». También se abstuvieron
de acudir los adictos a Miguel Maura, quien en declaración escrita «ratificaba
letra a letra su nota de fecha del 5», si bien «condenaba el empleo de la
violencia para el logro de cualquier clase de aspiraciones, porque dentro de la
Constitución hay posibilidades suficientes para que deban reputarse
innecesarias las rebeldías que tienen hoy a España al borde de la ruina y de la
anarquía». Miguel Maura no quería forzar a nadie a que le siguiera, disculpaba
las vacilaciones y resolvía «dar por disuelta la minoría parlamentaria
republicano-conservadora». Dos miembros de la minoría, los diputados Mondéjar y
Daza, se habían anticipado a la decisión del jefe, adhiriéndose al Gobierno.
Al entrar Lerroux en el salón de sesiones fue aclamado por
los diputados puestos en pie. Únicamente los nacionalistas vascos permanecieron
sentados y fueron increpados por otros diputados, distinguiéndose por su
energía Calvo Sotelo. Aprobado, sin votos en contra, un crédito de 46 millones
de pesetas para las fuerzas de Seguridad y Policía, se dio lectura a una
proposición incidental, encabezada por Gil Robles, y con la firma de diputados
de las restantes minorías que apoyaban al Gobierno. Se pedía en la proposición
que «se suspendiesen las sesiones el tiempo necesario hasta completar la
pacificación y el imperio de la ley, interrumpidos por la huelga
revolucionaria». El jefe de Acción Popular, al defender la propuesta, describió
la tragedia que se desarrollaba en España y evocó la memoria del exdiputado
Marcelino Oreja, vilmente asesinado por la revolución. «El Gobierno —dijo—
merece nuestros elogios, porque ha sabido cumplir con su deber aplastando,
implacable, a la rebeldía, y estamos a su lado, por entender que en estos
momentos la representación de la República es la misma encarnación de España.»
«Que no se nos pida nada que sea implacable —respondía Lerroux al agradecer el
apoyo de los diputados—, ni nada que sea benévolo; que se nos pida el cumplimiento
exacto de la ley.» Y cada párrafo de su discurso era subrayado con entusiastas
ovaciones. «Se ha reconocido —añadía— una situación jurídica a Cataluña y no
hemos de atentar contra ella. Pero hemos de pedir a los catalanes que respeten
la Constitución.»
Los jefes de las minorías de Renovación y tradicionalista,
Goicoechea y Lamamié de Clairac, ofrecieron su asistencia al Gobierno. «La
España derechista —afirmaba el primero— no está ansiosa de sangre, sino de
autoridad y justicia.» «Sólo pensamos en España —decía el segundo—, defiéndala
quien la defienda y esté quien fuere en el banco azul.» Royo Villanova invitaba
al Gobierno «a que no tuviese miedo a sacrificar la libertad si fuere necesario
hacer ese sacrificio para salvar a la patria.» Y argumentaba con textos de
Cánovas y de Castelar. Para el conde de Romanones, «la hora del perdón y del
olvido estaba muy lejos. Ahora es la hora de la justicia.» «Es la primera vez
desde hace mucho tiempo — exponía Primo de Rivera— que nos sentimos confortados
con un alivio español y profundo...» «Llevábamos una serie de lustros
escuchando enseñanzas y propagandas derrotistas y habíamos llegado a perder la
fe en nosotros mismos...» «Nos habíamos acostumbrado a una vida mediocre,
chabacana, y era hora de que ante un trance nacional se viese cómo España, cómo
el pueblo español en masa, con su Ejército, su Marina, sus funcionarios, se
levantaba en cuanto un Gobierno hablase con voz española frente a un peligro
nacional. Y el Gobierno se ha visto ante la dificultad de tener muchos
servidores traidores y tibios en los puestos de mando, y yo me reservo para
formular en su momento la acusación. El Gobierno ha tenido incluso entregado el
Ejército de Cataluña a un general que no creía en España, a un general que
después de haber sido providencialmente el instrumento de España allí, en estos
días difíciles, nos ha hecho ruborizarnos anoche con una proclama emitida por
la radio»... «No creo en el Estado vigente; creo que España y Europa cuajarán
en otras formas políticas. Pero si algún día, que yo adivino cercano, la
juventud española construye un nuevo Estado español, le deberá a su señoría la
gratitud de haberla hoy aliviado de un pesimismo de lustros. Esto sí que es un
gran servicio a España.»
Lerroux, emocionado por tantas y tan valiosas muestras de
adhesión, agradeció los ofrecimientos, y anticipándose a lo que pudiera ocurrir
en Asturias, en pleno hervor anárquico, exclamó: «No nos ensañaremos con los
vencidos y tengamos la piedad de decir que en esta hora los vencedores somos
nosotros.» No compartía la opinión expuesta por un orador de que ciertas
ausencias depuraban el Parlamento, porque se acordaba de «ciertas nobles
figuras —aludía concretamente a Besteiro— que han alcanzado la categoría de
excelsas en la vida pública española y que en el fondo de su conciencia no
comparten la responsabilidad de esta catástrofe.» Cubría de elogios la figura
del general Batet, en quien confió siempre, «porque en él el uniforme era
garantía del honor y de la lealtad». Respecto a Cataluña, pensaba que «cuando
no esté aherrojada por el sectarismo, se levantará a defender a España». El
diputado de la Lliga Regionalista, Ventosa, se consideró en el deber de
recordar a la Cámara «la presencia, y aun diría la presidencia, de muchos
elementos políticos españoles no catalanes en la subversión de aquellas
provincias, demostrativas de que lo que se buscaba con la revuelta no era una
finalidad exclusivamente para Cataluña, sino una finalidad destructora de toda
la vida española.» Los representantes de la Lliga en el Ayuntamiento, la misma
noche del choque sangriento, «votaron en contra de la adhesión a la proclama de
la Generalidad». «Más importante que el rigor —añadía el diputado— es el
espíritu de continuidad en el cumplimiento de la ley en todo momento.»
Por aclamación, y entre vítores, se aprobó, a propuesta de
Lerroux, un voto de gracias para los elementos armados a los cuales se confió
el cumplimiento de la ley. La unanimidad en todo lo tratado en la sesión había
sido perfecta. El presidente de la Cámara elogió el espíritu y la actitud de
ésta. «El Parlamento — dijo— es garantía y valladar contra la violencia.»
En la misma sesión se había aprobado un proyecto de ley que
restablecía la pena de muerte para quienes «con propósito de perturbar el
orden público aterrorizan a los habitantes de una población o para realizar
alguna venganza de carácter social utilizaran sustancias explosivas o
inflamables, o emplearan cualquier otro medio o artificio suficiente para
producir graves daños, originar accidentes ferroviarios o en otros medios de
locomoción terrestre o aéreos. Así como el robo con violencia o intimidación en
las personas, ejecutado por dos o más malhechores, cuando alguno de ellos
llevare armas o del hecho resultase homicidio o lesiones.»
Al salir los diputados de esta sesión patriótica la ciudad
estaba semi a oscuras. Y los «pacos» habían reanudado sus estrepitosas
agresiones.
* * *
Conforme decrecía la erupción roja, las cárceles se llenaban
de detenidos; algunos dirigentes habían caído en poder de la Policía; pero no
los principales. Una organización clandestina, que funcionaba con indudable
habilidad, consiguió sacar de España a muchos revolucionarios los más
comprometidos por su actuación como directivos o por su actividad criminal, de
los cuales unos ciento cincuenta fueron a Rusia.
En la noche del 14 la Policía detuvo a Largo Caballero en su
casa, a donde se reintegró después de las azarosas jornadas. Indalecio Prieto,
calificado como experto en fugas, logró pasar a Francia después de larga
odisea.
Nunca como en los días que siguieron a los sucesos estuvo la
opinión española mejor dispuesta a participar en una acción política de amplia
visión nacional, limpia de los fermentos partidistas. Las gentes con buen
sentido se daban cuenta del equivocado camino seguido hasta entonces, al
tolerarse la preparación al aire libre y a plena luz de una revolución contra
la sociedad y contra la patria. Los más indignados, acaso porque habían
previsto la catástrofe y no pudieron evitarla, pedían, y sus deseos los reflejaban
algunos periódicos, una política de cirugía, en bien de la salud de España:
supresión de la inmunidad parlamentaria en los diputados que amparados en ella
organizaron la insurrección anárquica; disolución de las agrupaciones
societarias que participaron en la revuelta; clausura de las Casas del Pueblo,
convertidas en fortines de la subversión... ¿Quién, al ver la enorme traición
de los más calificados defensores de la democracia, aceptaría en adelante de
buena fe un sistema repugnado por sus mismos apologistas, que cambiaban el voto
por el fusil o la bomba en cuanto el sufragio no se pronunciaba a su favor o no
le rendía el calculado beneficio? La opinión de los decepcionados la refleja
con fidelidad el siguiente enjuiciamiento hecho por Salvador de Madariaga,
notorio panegirista de la democracia: «El alzamiento de 1934 es imperdonable.
La decisión presidencial de llamar al Poder a la C. E. D. A. era inatacable,
inevitable y hasta debida desde hacía tiempo. El argumento de que el señor Gil
Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la
vez hipócrita y falso. Hipócrita, porque todo el mundo sabía que los
socialistas del señor Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una
rebelión contra la Constitución de 1931 sin consideración alguna para lo que se
proponía o no el señor Gil Robles. Y, por otra parte, a la vista está que el
señor Companys y la Generalidad entera violaron también la Constitución. ¿Con
qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931, contra
sus enemigos más menos ilusorios de la derecha, a aquellos mismos que para
defenderla la destruían? Pero el argumento era además falso; porque si el señor
Gil Robles hubiera tenido la intención de destruir la Constitución del 31 por
la violencia, ¿qué ocasión mejor que la que le proporcionaron sus adversarios,
alzándose contra la misma Constitución en octubre de 1934, precisamente cuando
él, desde el Poder, pudo, como reacción, haberse alzado en dictadura? El señor
Gil Robles, lejos de haber demostrado en los hechos apego al fascismo y despego
al parlamentarismo, salió de esta crisis convicto y confeso parlamentario, al
punto de que dejó de ser, si jamás le había sido, persona grata para los
fascistas. En cuanto a los mineros asturianos, su actitud se debió por entero a
consideraciones teóricas y doctrinarias, que tanto se preocupaban de la
Constitución del 31 como de las coplas de Calaínos. Si los campesinos
andaluces, que padecen hambre y sed, se hubiesen alzado contra la República, no
nos hubiera quedado más remedio que comprender y compadecer. Pero los mineros
asturianos eran obreros bien pagados, de una industria que por frecuente
colisión entre patronos y obreros, venía obligando al Estado a sostener a un
nivel artificial y antieconómico, que una España bien organizada habrá de
revisar».
* * *
La revolución de octubre no tuvo justificación. Las
elecciones de noviembre de 1933 se desarrollaron en la más perfecta legalidad y
la crisis de octubre se resolvió dentro de las más estrictas normas
constitucionales.
Sin embargo, en cuanto los socialistas vieron que el
sufragio les había sido adverso, repudiaron al sistema democrático y anunciaron
solemnemente en el Parlamento su decisión de recurrir a la insurrección para
conquistar por la violencia lo que el voto de los ciudadanos les negaba. Quedó
bien claro que deseaban un Gobierno de clase, ejercido con dictadura, porque la
República no servía a sus fines. En su exorbitante y arbitraria pretensión se
vieron asistidos por el nacionalismo catalán, que esperaba utilizar la
confusión y la revuelta para romper la unidad española. Obtuvieron también,
cosa inexplicable, la colaboración de los partidos republicanos de izquierda, e
incluso de aquellos de signo conservador, fundados por Sánchez Román y Miguel
Maura, progenitores todos del régimen que ahora repudiaban y con cuyas
instituciones rompieron trato y vínculo.
Al evocar Azaña, en sus Memorias inéditas de La Pobleta
(julio de 1937) los sucesos de octubre de 1934, se refiere a la tesis que
sostuvo en un diálogo con el ex ministro Fernando de los Ríos, celebrado en su
casa el 2 de enero de 1934, en presencia de Amós Salvador, cuando se planteó el
tema de la revolución que preparaban los socialistas. Decía Azaña «que de haber
ido coaligados socialistas y republicanos de izquierdas en las elecciones de
noviembre de 1933, el lado derecho de las nuevas Cortes habría contado con
cincuenta o sesenta escaños menos, que, trasladados al lado izquierdo, habrían
equilibrado el Parlamento, y en ninguno de los dos lados la política habría
seguido los derroteros que tomó. La ruptura de la coalición electoral fue el
primer dislate político cometido desde la disolución de las Constituyentes. Los
socialistas, que esperaban ganar quince o veinte puestos, perdieron treinta.»
Enojados por la derrota, renegaron de la República. «La República era una
engañifa, tan mala como la Monarquía; en la República no había sitio para los
proletarios; los republicanos, burgueses al fin, los habían engañado. Hasta la
revolución de Asturias la propaganda versó sobre este tema. La consecuencia era
la actitud revolucionaria.»
«Es una injusticia, una ingratitud y un yerro gravísimo
—prosigue Azaña— envolver a todos los republicanos, y singularmente a las
instituciones del régimen, en igual aversión que al Gobierno y a su mayoría
parlamentaria.» Y añade: «No basta decir que las masas sienten esto o aquello.
Los sentimientos de las masas pueden ser cambiados o encauzados. Tal es el
deber de los jefes, que no pueden ponerse al servicio de las masas cuando están
íntimamente convencidos de que pretenden un disparate. Hay obligación de
decirlo así, aunque se pierda la popularidad. Una derrota electoral y sus
desastrosas consecuencias deben repararse en el mismo terreno... El error de
promover una insurrección armada no será subsanable y pondrá a la República y a
España en trance de perdición... El país no secundará una insurrección, porque
en sus cuatro quintas partes no es socialista.»
Tal era el modo de pensar de Azaña, confesado en la
intimidad, aunque no lo hiciera patente de modo explícito y en voz alta en la
hora crítica. La revolución de octubre haría imposible la consolidación de la
República, pues sus promotores se encargaban de demostrar que no servía como
régimen nacional y que únicamente les interesaba en la medida en que podía ser
instrumento monopolizador y con fines exclusivos. El error en que los
revolucionarios incurrieron lo proclamará un día uno de los principales, si no
el primero, de los organizadores de la subversión, Indalecio Prieto con las
siguientes palabras pronunciadas en e1 Círculo Cultural Pablo Iglesias, de
Méjico, el 1.° de mayo de 1942: «Me declaro culpable ante mi conciencia, ante
el partido socialista y ante España entera, de mi participación en aquel
movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria.
Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento; pero la
tengo plena en su preparación y desarrollo. Por mandato de la minoría
socialista, hube yo de anunciarlo sin rebozo desde mi escaño del Parlamento.
Por indicaciones, hube de trazar en el teatro Pardiñas, el 3 de febrero de
1934, en una conferencia que organizó la juventud Socialista, lo que creí que
debía ser el programa del movimiento. Y yo acepté misiones que rehuyeron otros,
porque tras ellas asomaba, no sólo el riesgo de perder la libertad, sino el más
doloroso de perder la honra. Sin embargo, las asumí... La rebelión de Asturias,
el desgaste ocasionado por el movimiento revolucionario de 1934 —todo
movimiento de ese género ocasiona quebrantos, aun cuando salga triunfante, y
entonces nos acompañó la derrota—, pudieron y debieron haberse ahorrado. Con el
ejercicio inteligente del derecho electoral, en noviembre de 1933, se habría
asegurado sin trastornos el régimen republicano. Aquel absurdo aislamiento
electoral fue nuestra primera gran culpa».
Si el arrepentimiento resultó tardío, la confesión, como
prueba de cuán injusta fue la convulsión social que tan inmensos estragos
produjo a España, tiene un valor histórico irrefragable y perenne.
CAPÍTULO 53.INDULTO DE LOS JEFES MILITARES CONDENADOS A MUERTE
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